HOMILÍA Elk, martes 8 de junio 1999
1. «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5). San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos relata el encuentro de Jesús con un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos, muy rico. Dado que era bajo de estatura, se subió a un árbol para ver a Cristo. Allí escuchó las palabras del Maestro: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Jesús había notado el gesto de Zaqueo: interpretó su deseo y anticipó su invitación. Incluso causó sorpresa en algunos el hecho de que Jesús fuera a casa de un pecador. Zaqueo, feliz por la visita, «lo acogió con alegría» (Lc 19, 6), es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador. 2. Queridos hermanos y hermanas, saludo cordialmente a los presentes en esta santa misa. Saludo a los obispos. De modo particular, a mons. Wojciech Ziemba, pastor de la diócesis de Elk, y al obispo auxiliar Edward Eugeniusz Samsel, así como al clero, aquí presente en gran número, a las personas consagradas y al pueblo de Dios. Saludo a esta hermosa tierra y a sus habitantes. Me es muy querida porque la he visitado muchas veces, también para buscar descanso especialmente a orillas de sus magníficos lagos. Entonces tenía la posibilidad de admirar la riqueza de la naturaleza de esta parte de mi patria y gozar de la paz de los lagos y los bosques. Vosotros mismos sois herederos del rico pasado de esta tierra, formado a lo largo de los siglos por varias tradiciones y culturas. Lo pone de relieve la presencia en esta celebración, en torno al altar de Dios, no sólo de los obispos polacos, sino también de los obispos de otros países. Les agradezco que hayan venido a Elk. Saludo también a los estudiantes de los seminarios mayores, así como a los peregrinos que han venido de las diócesis limítrofes y del extranjero, especialmente de Bielorrusia, de Rusia y de Lituania. Os pido que transmitáis mi saludo a todos esos hermanos y hermanas nuestros que hoy están unidos a nosotros espiritualmente. Saludo cordialmente a la comunidad lituana que habita en el territorio de la diócesis de Elk, presente en esta santa misa, y a los peregrinos venidos de Lituania. De modo particular saludo al señor presidente de la República de Lituania Valdas Adamkus y a sus acompañantes. Saludo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, así como a los alumnos de los seminarios mayores. A través de vosotros quiero saludar a todos los habitantes de Lituania. Con el pensamiento y con el corazón vuelvo a menudo a la visita que realicé a vuestro país en septiembre de 1993. Entonces todos juntos dimos gracias a Dios y a la Madre de la misericordia en el santuario de la Puerta de la Aurora por la inquebrantable fidelidad al Evangelio en tiempos difíciles para vuestra nación. Durante la eucaristía celebrada en la colina de las Cruces os di las gracias por «el gran testimonio que habéis dado ante Dios y ante los hombres (...), ante vuestra historia y ante todos los pueblos de Europa y de la tierra». Añadí entonces: «Que esta colina siga siendo un testimonio al final del segundo milenio después de Cristo, y un anuncio del nuevo milenio, del tercer milenio de la redención y de la salvación, que no se encuentra sino en la cruz y en la resurrección de nuestro Redentor. (...) Éste es el mensaje que quiero dejar a todos desde este lugar místico de la historia lituana. Lo dejo a todos. Espero que lo contempléis y viváis siempre». Queridos hermanos y hermanas lituanos, después de seis años, quisiera recordaros y repetiros una vez más estas palabras. Hoy encomiendo vuestra patria a la Virgen de la Puerta de la Aurora y a san Casimiro, patrono de Lituania. Ante su tumba, en la catedral de Vilna, oré entonces con fervor por toda vuestra nación y di gracias a Dios por haber podido ir a ella y desempeñar mi ministerio pastoral. También invoco la intercesión de santa Eduvigis, reina, cuya memoria litúrgica celebra hoy la Iglesia, y también la del beato arzobispo Jurgis Matulaitis, incansable e intrépido pastor de la Iglesia de Vilna. Que la fe sea siempre la fuerza de vuestra nación, y el testimonio del amor a Cristo dé frutos espirituales. Construid sobre la fe el futuro de vuestra patria, vuestra vida, vuestra identidad lituana y cristiana para bien de la Iglesia, de Europa y de la humanidad. 3. «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres» (Lc 19, 8). Deseo volver a la lectura del evangelio según san Lucas: Cristo, «la luz del mundo» (cf. Jn 8, 12), llevó su luz a la casa de Zaqueo y especialmente a su corazón. Gracias a la cercanía de Jesús, a sus palabras y a su enseñanza, comienza a realizarse la transformación del corazón de ese hombre. Ya en el umbral de su casa, Zaqueo declara: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8). En el caso de Zaqueo vemos cómo Cristo disipa las tinieblas de la conciencia humana. A su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades. Nace el sentido de la relación con los demás, la conciencia de la dimensión social del hombre y, en consecuencia, el sentido de la justicia. San Pablo enseña: «El fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5, 9). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos. Ese ensanchamiento del corazón como fruto del encuentro con Cristo es la prenda de la salvación, como lo demuestra el desenlace del diálogo con Zaqueo: «Jesús le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa (...), pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc19, 9-10). Esa descripción que nos hace san Lucas del evento que tuvo lugar en Jericó resulta muy actual también aquí hoy. Y nos renueva la exhortación de Cristo, a quien «hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención» (1 Co 1, 30). Al igual que en aquella ocasión frente a Zaqueo, también hoy Cristo se presenta ante el hombre de nuestro siglo, y a cada uno le hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5). Queridos hermanos y hermanas, ese «hoy» es muy importante. Constituye una especie de estímulo. En la vida hay asuntos tan importantes y urgentes que no pueden dejarse para el día de mañana. Deben afrontarse ya «hoy». El salmista exclama: «Ojalá escuchéis hoy su voz: "no endurezcáis vuestro corazón"» (Sal 95, 8). «El clamor de los pobres» (cf. Jb 34, 28) de todo el mundo se eleva sin cesar de esta tierra y llega hasta Dios. Es el grito de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los prófugos, de los que han sufrido injusticias, de las víctimas de la guerra, de los desempleados. Los pobres están también entre nosotros: los que no tienen hogar, los mendigos, los que sufren hambre, los despreciados, los olvidados por sus seres más queridos y por la sociedad, los degradados y los humillados, las víctimas de diversos vicios. Muchos de ellos intentan incluso ocultar su miseria humana, pero es preciso saberlos reconocer. También son pobres las personas que sufren en los hospitales, los niños huérfanos o los jóvenes que tienen dificultades y atraviesan los problemas propios de su edad. «Existen situaciones de miseria permanente que deben sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria. (...) También hoy tenemos ante nosotros grandes espacios en los que ha de hacerse presente la caridad de Dios a través de la actuación de los cristianos». Así pues, el «hoy» de Cristo debería resonar con toda su fuerza en cada corazón y hacerlo sensible para realizar obras de misericordia. «El clamor y el grito de los pobres» nos exige una respuesta concreta y generosa. Exige estar disponibles para servir al prójimo. Es una exhortación de Cristo. Es una llamada que Cristo nos hace constantemente, aunque a cada uno de forma diversa. En efecto, en varios lugares el hombre sufre y llama a sus hermanos. Necesita su presencia y su ayuda. ¡Cuán importante es esta presencia del corazón humano y de la solidaridad humana! No endurezcamos nuestro corazón cuando escuchemos «el clamor de los pobres». Tratemos de escuchar ese grito. Tratemos de actuar y de vivir de modo que en nuestra patria a nadie le falte un techo y el pan en su mesa; que nadie se sienta solo o abandonado. Dirijo este llamamiento a todos mis compatriotas. Conozco todo lo que se hace en Polonia para prevenir la miseria y la indigencia, que se siguen extendiendo. En este momento deseo subrayar la actividad de las secciones de las Cáritas de la Iglesia, tanto diocesanas como parroquiales. En efecto, ponen en marcha diversas iniciativas, especialmente durante el Adviento y la Cuaresma, prestando así una gran ayuda a muchas personas y a numerosos grupos sociales. También realizan actividades formativas y educativas. Esa ayuda muchas veces rebasa las fronteras de Polonia. Son muy numerosos los centros de asistencia social, los hospicios, los comedores gratuitos, los centros de acogida, las casas para madres solteras, los asilos de niños, las guarderías, las instituciones de protección o los centros para minusválidos que se han creado recientemente. Se trata sólo de algunos ejemplos de esta ingente labor de buenos samaritanos. Asimismo, deseo poner de relieve el esfuerzo que realizan el Estado y las instituciones privadas, y también algunas personas o los voluntarios que están comprometidos en esa labor. Es preciso citar aquí también las iniciativas encaminadas a remediar el preocupante fenómeno del aumento de la indigencia en varios ambientes y en diversas regiones. Es una contribución concreta, real y visible al desarrollo de la civilización del amor en Polonia. Debemos recordar siempre que el desarrollo económico del país debe tener en cuenta la grandeza de la dignidad y de la vocación del hombre, «creado a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gn 1, 26). El desarrollo y el progreso económico no pueden lograrse a costa del hombre, limitando sus exigencias fundamentales. Debe ser un desarrollo en el que el hombre sea el sujeto, es decir, el punto de referencia más importante. No se puede buscar a toda costa el desarrollo y el progreso económico, pues no serían dignos del hombre (cf. Sollicitudo rei socialis, 27). La Iglesia de hoy anuncia y se esfuerza por realizar la opción preferencial por los pobres. Aquí no se trata sólo de un sentimiento fugaz o de una acción inmediata, sino de una voluntad real y perseverante de actuar en favor del bien de los necesitados, que a menudo carecen de la esperanza de un futuro mejor. 4. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3). Ya desde el inicio de su actividad mesiánica, hablando en la sinagoga de Nazaret, Jesús dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4, 18). Consideraba a los pobres los herederos privilegiados del reino. Eso significa que sólo «los pobres de espíritu» son capaces de recibir el reino de Dios con todo su corazón. El encuentro de Zaqueo con Jesús muestra que también un rico puede llegar a participar de la bienaventuranza de Cristo sobre los pobres de espíritu. Pobre de espíritu es el que está dispuesto a usar con generosidad sus propios bienes en favor de los necesitados. En ese caso, se ve que no está apegado a esos bienes. Se ve que comprende su finalidad esencial, pues los bienes materiales están para servir a los demás, especialmente a los necesitados. La Iglesia admite la propiedad privada de los bienes, si se usan con ese fin. Hoy recordamos a santa Eduvigis, reina. Es conocida su generosidad con los pobres. Aunque era rica, no se olvidaba de los indigentes. Es para nosotros ejemplo y modelo de cómo hace falta vivir y poner en práctica la enseñanza de Cristo sobre el amor y la misericordia, y asemejarse a él, que, como dice san Pablo, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza» (cf. 2 Co 8, 9). «Bienaventurados los pobres de espíritu». Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo cristiano, todo creyente. Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger la verdad y la gracia, abiertas a las maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por el resplandor de las riquezas de este mundo y no permitan que los bienes materiales se apoderen de su corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la gracia de Dios. Viven con la conciencia de que todo lo reciben siempre de Dios. «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina» (Hch 3, 6). Con estas palabras los apóstoles Pedro y Juan respondieron a la petición del tullido. Le dieron el mayor bien que hubiera podido desear. Al ser pobres, le dieron al pobre la mayor riqueza: en el nombre de Cristo le devolvieron la salud. De esa manera proclamaron la verdad que han anunciado los confesores de Cristo a lo largo de todas las generaciones. Los pobres de espíritu, sin poseer ni plata ni oro, gracias a Cristo tienen un poder mayor que el que pueden dar todas las riquezas del mundo. De verdad, son felices y bienaventurados, porque a ellos les pertenece el reino de los cielos. Amén.
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Juan Pablo II. «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa»
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