Benedicto XVI. Homilia y Angelus para la Solemnidad de los Santos

MISA EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Miércoles 1 de noviembre de 2006


El Romano Pontífice introdujo la celebración
y el acto penitencial con estas palabras:

Queridos hermanos y hermanas, hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos.

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.

Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da: "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).

Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.
Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26).

Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.

Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.

La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.

Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices.

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10).
En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.

En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.
Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.

Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.



ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 1 de noviembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo coincide con la solemnidad de Todos los Santos, que invita a la Iglesia peregrina en la tierra a gozar anticipadamente de la fiesta sin fin de la comunidad celestial y a reavivar la esperanza en la vida eterna. Este año se celebran catorce siglos desde que el Panteón —uno de los más antiguos y célebres monumentos romanos— fue destinado al culto cristiano y dedicado a la Virgen María y a todos los mártires: "Sancta Maria ad Martyres". De este modo, el templo de todas las divinidades paganas se convirtió en el lugar donde se recuerda a los que, como dice ellibro del Apocalipsis, "vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras, blanqueándolas con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Posteriormente, la celebración de todos los mártires se extendió a todos los santos, "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9), como dice también san Juan. En este Año sacerdotal, me complace recordar con especial veneración a los santos sacerdotes, tanto a los que la Iglesia ha canonizado, proponiéndolos como ejemplo de virtudes espirituales y pastorales, como a los —mucho más numerosos— que conoce sólo el Señor. Cada uno de nosotros conserva el grato recuerdo de alguno de ellos, que nos ha ayudado a crecer en la fe y nos ha hecho sentir la bondad y la cercanía de Dios.

Mañana nos espera la conmemoración anual de todos los fieles difuntos. Quiero invitar a vivir este día según el auténtico espíritu cristiano, es decir, en la luz que proviene del Misterio pascual. Cristo murió y resucitó, y nos abrió el camino hacia la casa del Padre, el Reino de la vida y de la paz. Quien sigue a Jesús en esta vida es acogido donde él nos ha precedido. Así pues, cuando visitemos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, descansan sólo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección final. Sus almas —como dice la Escritura— ya "están en las manos de Dios" (Sb 3, 1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad. En unión con el Sacrificio eucarístico, podemos interceder por su salvación eterna y experimentar la más profunda comunión, en espera de reunirnos con ellos, a fin de gozar para siempre del Amor que nos ha creado y redimido.

Queridos amigos, ¡qué hermosa y consoladora es la comunión de los santos! Es una realidad que infunde una dimensión distinta a toda nuestra vida. ¡Nunca estamos solos! Formamos parte de una "compañía" espiritual en la que reina una profunda solidaridad: el bien de cada uno redunda en beneficio de todos y, viceversa, la felicidad común se irradia sobre cada persona. Es un misterio que, en cierta medida, ya podemos experimentar en este mundo, en la familia, en la amistad, especialmente en la comunidad espiritual de la Iglesia. Que María santísima nos ayude a caminar con paso ligero por el camino de la santidad y se muestre Madre de misericordia para las almas de los difuntos.


Plaza de San Pedro
Sábado 1 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy con gran alegría la fiesta de Todos los Santos. Al visitar un jardín botánico, nos sorprende la variedad de plantas y flores, y resulta natural pensar en la fantasía del Creador, que ha transformado la tierra en un maravilloso jardín. Experimentamos un sentimiento análogo cuando consideramos el espectáculo de la santidad: el mundo se nos presenta como un "jardín", donde el Espíritu de Dios ha suscitado con admirable fantasía una multitud de santos y santas, de toda edad y condición social, de toda lengua, pueblo y cultura.

Cada uno es diferente del otro, con la singularidad de la propia personalidad humana y del propio carisma espiritual. Pero todos llevan grabado el "sello" de Jesús (cf. Ap 7, 3), es decir, la huella de su amor, testimoniado a través de la cruz. Todos viven felices, en una fiesta sin fin, pero, como Jesús, conquistaron esta meta pasando por fatigas y pruebas (cf. Ap 7, 14), afrontando cada uno su parte de sacrificio para participar en la gloria de la resurrección.

La solemnidad de Todos los Santos se fue consolidando durante el primer milenio cristiano como celebración colectiva de los mártires. En el año 609, en Roma, el Papa Bonifacio IV consagró el Panteón, dedicándolo a la Virgen María y a todos los mártires. Por lo demás, podemos entender este martirio en sentido amplio, es decir, como amor a Cristo sin reservas, amor que se expresa en la entrega total de sí a Dios y a los hermanos. Esta meta espiritual, a la que tienden todos los bautizados, se alcanza siguiendo el camino de las "bienaventuranzas" evangélicas, que la liturgia nos indica en la solemnidad de hoy (cf. Mt 5, 1-12). Es el mismo camino trazado por Jesús y que los santos y santas se han esforzado por recorrer, aun conscientes de sus límites humanos.

En su existencia terrena han sido pobres de espíritu, han sentido dolor por los pecados, han sido mansos, han tenido hambre y sed de justicia, han sido misericordiosos, limpios de corazón, han trabajado por la paz y han sido perseguidos por causa de la justicia. Y Dios los ha hecho partícipes de su misma felicidad: la gustaron anticipadamente en este mundo y, en el más allá, gozan de ella en plenitud. Ahora han sido consolados, han heredado la tierra, han sido saciados, perdonados, ven a Dios, de quien son hijos. En una palabra: "de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3.10).

En este día sentimos que se reaviva en nosotros la atracción hacia el cielo, que nos impulsa a apresurar el paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos que se enciende en nuestro corazón el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que ya ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto espiritual: "Cuando venga la multitud de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre ellos!".

Que esta hermosa aspiración anime a todos los cristianos y les ayude a superar todas las dificultades, todos los temores, todas las tribulaciones. Queridos amigos, pongamos nuestra mano en la mano materna de María, Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella hacia la patria celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados "de toda nación, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Y unamos ya en la oración el recuerdo de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos.


Plaza de San Pedro
Jueves 1 de noviembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

En esta solemnidad de Todos los Santos, nuestro corazón, superando los confines del tiempo y del espacio, se ensancha con las dimensiones del cielo. En los inicios del cristianismo, a los miembros de la Iglesia también se les solía llamar "los santos". Por ejemplo, san Pablo, en la primera carta a los Corintios, se dirige "a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro" (1 Co 1, 2).

En efecto, el cristiano ya es santo, pues el bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe llegar a serlo, conformándose a él cada vez más íntimamente. A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, llegar a ser santo es la tarea de todo cristiano, más aún, podríamos decir, de todo hombre.

El apóstol san Pablo escribe que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo "para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1, 4). Por tanto, todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en la "semejanza" a él según la cual han sido creados.

Todos los seres humanos son hijos de Dios, y todos deben llegar a ser lo que son, a través del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El "camino" es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie puede llegar al Padre sino por él (cf. Jn 14, 6).

La Iglesia ha establecido sabiamente que a la fiesta de Todos los Santos suceda inmediatamente la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9), se une la oración de sufragio por quienes nos han precedido en el paso de este mundo a la vida eterna. Mañana les dedicaremos a ellos de manera especial nuestra oración y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. En verdad, cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también los sufrimientos y los esfuerzos diarios para que, completamente purificados, sean admitidos a gozar para siempre de la luz y la paz del Señor.

En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen María, "la más humilde y excelsa de las criaturas" (Dante, Paraíso, XXXIII, 2). Al darle la mano, nos sentimos animados a caminar con mayor impulso por el camino de la santidad. A ella le encomendamos hoy nuestro compromiso diario y le pedimos también por nuestros queridos difuntos, con la profunda esperanza de volvernos a encontrar un día todos juntos en la comunión gloriosa de los santos.


Solemnidad de Todos los Santos
Miércoles 1 de noviembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos la solemnidad de Todos los Santos y mañana conmemoraremos a los fieles difuntos. Estas dos fiestas litúrgicas, muy arraigadas, nos brindan una singular oportunidad de meditar sobre la vida eterna. El hombre moderno, ¿espera aún esta vida eterna, o considera que pertenece a una mitología ya superada? En nuestro tiempo, más que en el pasado, las personas están tan absorbidas por las cosas terrenas, que a veces les resulta difícil pensar en Dios como protagonista de la historia y de nuestra vida misma. Pero la existencia humana, por su naturaleza, tiende a algo más grande, que la trascienda; es irrefrenable en el ser humano el anhelo de justicia, de verdad, de felicidad plena. Ante el enigma de la muerte muchos sienten un ardiente deseo y la esperanza de volver a encontrarse en el más allá con sus seres queridos. También es fuerte la convicción de un juicio final que restablezca la justicia, la espera de una confrontación definitiva en la que a cada uno se le dé lo que le es debido.

Pero para nosotros, los cristianos, "vida eterna" no indica sólo una vida que dura para siempre, sino más bien una nueva calidad de existencia, plenamente inmersa en el amor de Dios, que libra del mal y de la muerte, y nos pone en comunión sin fin con todos los hermanos y las hermanas que participan del mismo Amor. Por tanto, la eternidad ya puede estar presente en el centro de la vida terrena y temporal, cuando el alma, mediante la gracia, está unida a Dios, su fundamento último.
Todo pasa, sólo Dios permanece. Dice un salmo: "Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!" (Sal 73, 26). Todos los cristianos, llamados a la santidad, son hombres y mujeres que viven firmemente anclados en esta "Roca"; tienen los pies en la tierra, pero el corazón ya está en el cielo, morada definitiva de los amigos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, meditemos en estas realidades con el corazón orientado hacia nuestro último y definitivo destino, que da sentido a las situaciones diarias. Reavivemos el gozoso sentimiento de la comunión de los santos y dejémonos atraer por ellos hacia la meta de nuestra existencia: el encuentro cara a cara con Dios. Pidamos que esta sea la herencia de todos los fieles difuntos, no sólo de nuestros seres queridos, sino también de todas las almas, especialmente de las más olvidadas y necesitadas de la misericordia divina.

Que la Virgen María, Reina de Todos los Santos, nos guíe para elegir en todo momento la vida eterna, "la vida del mundo futuro", como decimos en el Credo; un mundo ya inaugurado por la resurrección de Cristo, y cuya venida podemos apresurar con nuestra conversión sincera y con las obras de caridad.


Martes 1 de noviembre de 2005
Solemnidad de Todos los Santos

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos, que nos hace gustar la alegría de formar parte de la gran familia de los amigos de Dios o, como escribe san Pablo, de "participar en la herencia de los santos en la luz" (Col 1, 12). La liturgia vuelve a proponer la expresión, llena de asombro, del apóstol san Juan: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Sí, ser santos significa realizar plenamente lo que ya somos en cuanto elevados, en Cristo Jesús, a la dignidad de hijos adoptivos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14-17). Con la encarnación del Hijo, con su muerte y resurrección, Dios quiso reconciliar consigo a la humanidad y hacerle partícipe de su misma vida. Quien cree en Cristo, Hijo de Dios, renace "de lo alto", es regenerado por obra del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 1-8). Este misterio se realiza en el sacramento del bautismo, mediante el cual la madre Iglesia da a luz a los "santos".

La vida nueva, recibida en el bautismo, no está sometida a la corrupción y al poder de la muerte. Para quien vive en Cristo, la muerte es el paso de la peregrinación terrena a la patria del cielo, donde el Padre acoge a todos sus hijos, "de toda nación, raza, pueblo y lengua", como leemos hoy en el libro del Apocalipsis (Ap 7, 9). Por eso, es muy significativo y apropiado que, después de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos haga celebrar mañana la conmemoración de todos los Fieles Difuntos. La "comunión de los santos", que profesamos en el Credo, es una realidad que se construye aquí en la tierra, pero que se manifestará plenamente cuando veamos a Dios "tal cual es" (1 Jn 3, 2). Es la realidad de una familia unida por profundos vínculos de solidaridad espiritual, que une a los fieles difuntos a cuantos son peregrinos en el mundo. Un vínculo misterioso pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía. En el Cuerpo místico de Cristo las almas de los fieles se encuentran, superando la barrera de la muerte, oran unas por otras y realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. En esta dimensión de fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de modo especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pascua de Cristo, que abrió a los creyentes el paso a la vida eterna.

Uniéndome espiritualmente a cuantos van a los cementerios para rezar por sus difuntos, también yo, mañana por la tarde, acudiré a orar a la cripta vaticana, ante las tumbas de los Papas, que forman una corona en torno al sepulcro del apóstol san Pedro, y recordaré de modo especial al amado Juan Pablo II. Queridos amigos, ojalá que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea una ocasión para pensar sin temor en el misterio de la muerte y mantener la incesante vigilancia que nos prepara para afrontarlo con serenidad. Que en esto nos ayude la Virgen María, Reina de los santos, a la que ahora nos dirigimos con confianza filial.

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