1 Noviembre. Solemnidad de Todos los Santos. Comentarios patristicos

De los sermones de San Bernardo, abad

¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.

El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.

Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.

El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.

De los sermones de San Bernardo, abad


SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

Seremos semejantes a aquel de quien somos hijos

Se puede decir lo que no habrá allí; pero ¿quién podrá decir lo que habrá? Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre (1 Cor 2,9). Con razón, pues, dijo el Apóstol: Los sufrimientos de este tiempo no admiten comparación con la gloria futura que se revelará en nosotros (Rom 8,18). Sábete, ¡oh cristiano!, que, sufras lo que sufras, no es nada en comparación con lo que has de recibir. Es certeza que nos procura la fe: nunca se aparte de tu corazón. No puedes comprender ni ver lo que llegarás a ser; ¿cómo será lo que no puede comprender ni siquiera quien lo va a recibir? Seremos lo que seremos, pero no podemos comprender eso que seremos. Supera nuestra debilidad, sobrepasa nuestro pensar, excede nuestro entendimiento; pero seremos eso. Amadísimos, dice Juan, seremos hijos de Dios.

Evidentemente ya lo somos por adopción, por la fe, por la prenda que tenemos. Hemos recibido como prenda, hermanos, al Espíritu Santo. ¿Cómo puede engañar quien nos ha dejado tal prenda? Somos hijos de Dios, dijo, y aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). Dijo que aún no se ha manifestado, pero no dijo qué es lo que aún no se ha manifestado. Aún no se ha manifestado lo que seremos. Si hubiese dicho: «Seremos esto o seremos así», ¿a quién se lo hubiese dicho de haberlo dicho? No me atrevo a decir quién, pero sí a quien lo hubiese dicho. Y quizá él pudiera haberlo dicho, porque él fue quien descansó sobre el pecho del Señor y en aquel banquete bebía la sabiduría del pecho del Señor. Repleto de aquella sabiduría eructó: En el principio existía la Palabra. Esto es lo que dijo: Sabemos que, cuando se manifieste lo que seremos, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. ¿Semejantes a quién? Sin duda alguna, semejantes a aquel de quien somos hijos. Amadísimos, dijo, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a aquel de quien somos hijos, porque le veremos tal cual es. Y ahora, si quieres conocer aquello a lo que serás semejante, si quieres conocer a aquel a quien serás semejante, mírale, si puedes. Aún no puedes. Desconoces a aquel a quien serás semejante; en consecuencia, desconoces en qué medida serás semejante a él. Desconociendo aún lo que es él, desconoces lo que serás también tú.

Pensando en estas cosas, amadísimos, estemos siempre a la espera de nuestro gozo sempiterno y pidámosle continuamente fortaleza en nuestros trabajos y pruebas temporales, tanto yo para vosotros como vosotros para mí. No penséis, hermanos, que vosotros necesitáis de mis oraciones, pero no yo de las vuestras. Recíprocamente tenemos necesidad de las oraciones de los unos por los otros, puesto que las mismas oraciones de los unos por los otros se encienden con la caridad y son un sacrificio de olor suavísimo que se ofrece al Señor desde el altar de la piedad. En efecto, si hasta los apóstoles pedían que se orase por ellos, ¡cuánto más nosotros, tan desemejantes a ellos, pero en todo caso deseando seguir sus huellas, sin poder saber ni atrevernos a decir en qué medida lo conseguimos!

Sermón 305 A, 9-10.



Los muchos modos de llegar a la vida feliz

La solemnidad de la santa virgen (Inés) que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, virgen públicamente martirizada y ocultamente coronada, nos invita a hablar a vuestra caridad de aquella exhortación que poco ha nos hacía el Señor en el evangelio, exponiendo los muchos modos de llegar a la vida feliz, cosa que todos desean. No puede encontrarse, en efecto, quien no quiera ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres que tan vivamente desean la recompensa no rehusaran la tarea que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Mas ha de oír también de buen grado lo que se dice a continuación: «Si esto hicieres». No se rehúya el combate si se ama el premio. Enardézcase el ánimo a ejecutar alegremente la tarea ante la recomendación de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después. Lo que se nos ordena hacer con vistas a lo que vendrá después, hemos de realizarlo ahora.

Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu.

¿Quieres que sea tuyo el reino de los cielos más tarde? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11).

Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra. Ya estás pensando en poseer la tierra. ¡Cuidado, no seas poseído por ella! La poseerás si eres manso; de lo contrario, serás poseído. Al escuchar el premio que se te propone: el poseer la tierra, no abras el saco de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido cualquier vecino. No te engañe el pensamiento. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste el ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en lo bueno que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en lo malo que sufras no te desagrade él, sino tú a ti mismo. No es poco agradarle a él, desagradándote a ti mismo, pues agradándote a ti le desagradarías a él.

Presta atención a la tercera bienaventuranza: Dichosos los que lloran, porque serán consolados. El llanto significa la tarea; la consolación, la recompensa. En efecto, ¿qué consuelos reciben los que lloran en la carne? Consuelos molestos y temibles. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. A un padre, por ejemplo, le causa tristeza la pérdida de un hijo, y alegría el nacimiento de otro; perdió aquél, recibió éste; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se perderá ya. Quienes lloran ahora por ser peregrinos, luego se gozarán de ser consolados.

Pasemos a lo que viene en cuarto lugar, tarea y recompensa: Dichosos quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Ansías saciarte. ¿Con qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez hecha la digestión, aunque hayas comido lo suficiente, volverás a sentir hambre. Y quien bebiere -dijo Jesús- de este agua, volverá a sentir sed (Jn 4,13). El medicamento que se aplica a la herida, si ésta sana, ya no produce dolor; el remedio, en cambio, con que se ataca al hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Día a día se aplica el remedio de la saciedad, pero no sana la herida de la debilidad. Sintamos, pues, hambre y sed de justicia, para ser saturados de ella, de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Seremos saciados con aquello de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro hombre interior, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy -dijo Jesús- el pan que ha bajado del cielo (Jn 6,41). He aquí el pan adecuado al que tiene hambre. Desea también la bebida correspondiente: En ti se halla la fuente de la vida (Sal 35,10).

Pon atención a lo que sigue: Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. Hazla y se te hará; hazla tú con otro para que se te haga contigo, pues abundas y escaseas. Oyes que un mendigo, hombre también, te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden a ti y pides tú también. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.

Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento se acaba porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su tejedura. Una y otra cosa se acaban, pero un fin es de consunción, otro de perfección. Todo lo que obramos, lo que obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguemos a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. ¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? O ¿qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verlo y ardemos por conseguirlo. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

Prepara tu corazón para llegar a ver. Hablando a lo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento. No se te permitirá ver con el corazón impuro lo que no se ve sino con el corazón puro. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Puesdichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿Cuántas veces ha repetido la palabra dichosos? ¿Qué cosas producen esa felicidad? ¿Cuáles son las obras, los deberes, los méritos, los premios? Hasta ahora en ninguna bienaventuranza se ha dicho porque ellos verán a Dios... Hemos llegado a los limpios de corazón: a ellos se les prometió la visión de Dios. Y no sin motivo, pues allí están los ojos con que se ve a Dios. Hablando de ellos dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón (Ef 1,18). Al presente, motivo a la debilidad, esos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma.

S. Augustin



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